“EL QUINTO
CONTINENTE, REFUGIO FINAL DE LOS ALDEBARANES”
(Texto de
ciencia ficción, situado en un futuro cercano, que narra la última anécdota de
Ferdinand, un austríaco del siglo XVIII que permanentemente fuera rejuvenecido
por los Aldebaranes. Aprovechando que estos últimos deciden materializar la
Migración de sus habitantes desde Erisea hacia las Islas Polinésicas y de
Micronesia, Ferdinand hace lo suyo y toma el control de una de aquellas, la
Isla Jemo –pero situada en un “no tiempo” de un pasado remoto- y construye allí
su “reino bendecido”, separándose para siempre de la historia de la humanidad y
de la de sus antiguos Jefes, los Aldebaranes)
“¿Cómo no
haber reconocido, entre las miríadas de islas de Oceanía, los visos de un
olvidado y extinto planeta extraterrestre?” –se
preguntaron con posterioridad connotados hombres de ciencia.
Fue así
que, aquel atardecer de verano, mientras la Humanidad se dirigía a la deriva
sumiéndose –junto a su mal denominada civilización- en el más profundo
oscurantismo moral y ético, la prensa internacional se centró en las súbitas
oleadas de medianas pero veloces naves que estaban siendo avistadas en las
proximidades de las islas pertenecientes a Micronesia y Polinesia. Extrañas
formas, de tecnología desconocida, ingresaban a gran velocidad en grandes
grupos por los cielos del sur de Chile dirigiéndose hacia las islas de Oceanía
para luego –sin previo aviso- desaparecer en el aire, a varios metros sobre el nivel
del mar, sin dejar rastro o indicio alguno. Tres días duró este fenómeno,
siendo reportado por los medios, luego de los cuales todo regresó a la más
absoluta normalidad, silenciándose posteriores noticias que versaban sobre aquel
anómalo suceso.
Y aunque
pocos lo sabían, Ferdinand (el austríaco del que se ha hablado en relatos
anteriores) comprendió que se estaba llevado a efecto la esperada Migración de
los Aldebaranes –exiliados por decenios
en Erisea- hacia un área terrestre compatible con aquella que sus, hoy, más de
dos millones de habitantes, tuvieron en su extinto planeta Hrusa. Las repetidas
hibridaciones y mezclas genéticas entre su gente y la prole humana habían
llegado con éxito a su fin. Más, debido a la constante contaminación que
regularmente afectaba a la Tierra y por la progresiva dificultad de desinfectar
de gérmenes las vías respiratorias de su población (acostumbrada por largas
edades al aséptico ambiente de Erisea, su navío solitario) los Aldebaranes y la
mayor parte de los Espiganos (que hasta ahora moraban en el frío continente
Antártico), determinaron habitar aquellos sectores que otrora pertenecieron a
un extinto planetoide extraterrestre que –millones de años en el pasado-
colisionó con la Tierra. Pero en lugar de habitarlos en la época actual, la
Migración Aldebarán se trasladó hacia un “tiempo remoto”, cuando aquellas
tierras eran más propicias, tanto en la pureza de su aire como en la riqueza de
sus insumos.
En efecto,
hasta hace unos 250 millones de años atrás, la Tierra tenía tan sólo dos
tercios del volumen actual, con días y noches más cortos, cuya línea del
ecuador coincidía plenamente con la eclíptica, por lo que no existía
inclinación alguna en el eje terrestre. En aquel entonces, nuestro planeta no
era la “gema azul” que hoy vemos, sino más bien un mundo gris, con océanos de
menor extensión (aunque profundos), con heladas aguas, si bien de menor
salinidad a la actual.
Más, el azul,
acuoso y errante planetoide eyectado de su originario sistema, conocido por los
Aldebaranes como Jemo –tras vagar por milenios en la sempiterna oscuridad del
espacio sin soles- terminó su aciago viaje colisionando la Tierra con una
descomunal fuerza, que logró partir en dos partes el hasta entonces único
supercontinente denominado Pangea: Laurasia hacia el norte y Gondwana hacia el
Sur, separados ambos continentes por el llamado Mar de Tetis. Como resultado
del impacto con Jemo la masa de la Tierra aumentó considerablemente, su eje se
inclinó similar al del planeta Marte dando lugar a las cuatro estaciones del
año, alargándose los días (que, por conservación del momento angular, al
incrementarse la masa terrestre enlentece su velocidad de rotación); mientras
que los fracturados continentes terminaron plegándose hacia el lado contrario
del impacto, dejando despejado –al final del proceso- el punto de penetración
del planetoide, con grandes extensiones del forastero cuerpo levemente sumergidas
dentro de un extenso, diáfano pero salino océano azul. Y aunque por millones de
años el cuerpo principal de Jemo permaneció profundamente incrustado en la
Tierra, hace unos 23 millones de años atrás, debido a la deriva de los continentes,
aquella planetaria superficie extraterrestre (primero como montes submarinos
para luego dar cabida a incontables y bellas islas) comenzó a emerger junto con
aquellas de sus semillas que por millones de años permanecieran en estado de
letargo aguardando las condiciones climáticas propicias. Así, aquel extenso
territorio extraterrestre se convertiría, con el paso de los años, en el
denominado quinto continente, en el continente de Oceanía; siendo las islas
extraterrestres aquellas que hoy forman buena parte de Melanesia, más aquellas
principalmente de Micronesia y Polinesia.
De igual
forma, y prefiriendo suelos salinos para su crecimiento y desarrollándose con
temperaturas entre 28º y 30ºC durante el día con medias térmicas nocturnas no
inferiores a 22ºC, más una humedad relativa del aire superior al 60%,
germinaron las semillas extraterrestres que los seres humanos han clasificado
como “cocos nucifera”, mejor conocido como “cocotero” o Palma de Cocos.
Si bien
pocos entre los más sabios lo cuentan, los Aldebaranes conocen –a ciencia
cierta- que tras las grandes colisiones y explosiones, que despliegan cuantiosa
energía, se originan verdaderas “grietas o ranuras temporales” en el entorno
inmediato deformando el espacio tiempo que rodea el área sobre la cual se ha
provocado el “evento cataclísmico”. Para Espiganos y Aldebaranes, ello tiene
una utilidad práctica, mirado desde un punto de vista tecnológico, puesto que garantiza
a un viajero o explorador el que aún hoy pueda hallar exactamente la misma zona
geográfica que ahora es posible apreciar pero en un tiempo remoto, de un pasado
que quizá pueda situarse en varios miles de años atrás, con prístinos bosques y
afluentes, cascadas, flora nativa e inmaculada, etc. empero sin la presencia de
algún tipo de civilización (porque, como ya se ha explicado en anteriores
artículos de ciencia ficción, por una razón que aún desconocen, en aquellas
regiones del “no tiempo” sólo permanece el reino mineral y el vegetal, con
total ausencia de animales y seres humanos, todo lo cual permite al explorador
poblar aquella región a su entero gusto y arbitrio, transformando literalmente el
lugar en un “mundo perdido”).
Sabedor de
ello, durante años Ferdinand hizo lo suyo silenciosamente y tras encontrar una
“grieta temporal” en una zona distante a unos pocos cientos de metros de las
costas de la Isla Jemo (cuyo nombre curiosamente recuerda el olvidado
planetoide) –que hoy la descendencia de Joachim deBrum mantiene bajo su cuidado
y tutela- el austríaco del siglo XVIII fue poblándola a su arbitrio, pero en
secreto, llevando finalmente consigo a quien se convertiría en su tercera y
última esposa (sólo que ahora llevaba consigo, como nunca antes, el
conocimiento de la Ciencia del Rejuvenecimiento y la técnica de la cura de
enfermedades degenerativas). Tras estudiar por años el cocotero –entre otras
plantas endémicas-, Ferdinand y sus colaboradores habían descubierto que tanto
en aquella planta como en sus frutos estaban los ingredientes básicos para
restablecer los desgastados telómeros celulares, al mismo tiempo que el líquido
interior del Coco (un suero fisiológico natural) permitía tanto la limpieza
como el reemplazo de la sangre. Tras haber aprendido por más de doscientos
cincuenta años de sus Jefes, los Aldebaranes y de los científicos asociados a
los Espiganos, Ferdinand intuyó que había llegado el momento de separar caminos
comunes y proseguir con su particular investigación (ya que, al fin y al cabo,
Ferdinand era un ciudadano, como se expuso en relatos anteriores, proveniente
del futuro)
Aunque
todavía le es posible a uno caminar sólo, o con unos pocos de sus amistades,
por aquellas desiertas y suaves arenas de las centenares y bellas islas
polinésicas y de Micronesia que aún quedan sin ser holladas o que en ellas el
ser humano haya puesto pie en forma permanente, no obstante los Aldebaranes (y
algunos de los Espiganos) decidieron tomar el control de todas aquellas islas
del Pacífico pero en un “no tiempo” incrustado en un remoto pasado, sin seres
humanos, sin contaminación ambiental, pero –por sobre todo- sin los temidos y
mortales parásitos, virus y microbios que irremediablemente han acompañado por
millardos de años a toda civilización humanas.
Y fue así
que –agobiados y decepcionados del escaso entendimiento del Hombre y de su
inestable actuar, cuya dureza en la comprensión de una civilización basada en
el Bien Común sorprendía- desde aquel Día de la Migración de Erisea hacia las
paradisíacas islas de Oceanía, los Aldebaranes, Aldebardianos y Espiganos,
“penetraron” en este “reino oculto” (para ellos, un Reino Bendecido), dejando a
su suerte a la raza humana, con lo cual los caminos de estos últimos con los de
los primeros se separaron definitivamente y de quienes, la historia humana
futura, ya no hablará más.
Me recuerda cuando Conan Doyle mató a Sherlock Holmes por medio de Moriarty.
ResponderEliminarMi comentario es: que vuelva Ferdinand