SEGUNDA
PARTE:
LA
RESPONSABILIDAD DE LA TRINIDAD EN EL ORIGEN DEL MAL TRATADA COMO
RESPONSABILIDAD DE UN ESTADO
Resumen
En mi primer
y anterior artículo, usando como herramienta de análisis el texto del jurista
René Ramos Pazos [1], propuse que, por medio de la Teoría del Riesgo Creado y
el Código Civil chileno, era posible hacer responsable civilmente a Dios en el
Origen del Mal, ya que la responsabilidad recae en quien ha creado el Riesgo
sin importar la culpabilidad de los agentes. En dicho ensayo se proponía,
además, si en la actuación de Dios cabrían los conceptos de culpa y dolo; se
analizaron los atenuantes en la culpabilidad de Dios, así como la forma en que
los creyentes debían solicitar (por invocación) la correspondiente reparación e
indemnización por el Daño sufrido.
Ahora, el
objeto de este segundo trabajo consiste en tratar a Dios como una institución
netamente de carácter público, por lo cual su actuación se debe regir por el
Derecho Público y no únicamente por los principios que en el Código Civil se
denominan “espíritu general de la legislación”. Finalmente, los conceptos
aplicados a la Trinidad como Estado de Derecho, también le son aplicables a las
instituciones en la Tierra que dicen ser sus Representantes o Administradores.
En efecto,
de acuerdo con la Doctrina Cristiana la Trinidad es una institución conformada
por tres personas distintas, las que como una Única Unidad es omnisciente,
omnipresente y omnipotente. Por tanto, en estricto rigor, la responsabilidad en
su conducta no puede ser tratada conforme al ordenamiento jurídico definido por
el Código Civil, pues no se trata de una persona natural, jurídica ni de
derecho privado, sino que su responsabilidad tiene su fundamento último en el
Derecho Público y en los conceptos fundamentales que dan vida al Estado de
Derecho [2].
I.- La
TRINIDAD como un “Estado de Derecho”
¿Qué es un
Estado de Derecho?
Según el
jurista Pablo Rodríguez Grez, un Estado de Derecho es una forma de
organización de la sociedad por medio de la implantación (obligatoriedad) de
normas de conducta que se establecen con carácter coercitivo, referidas tanto a
la instalación de un Poder Público, a su funcionamiento así como al juzgamiento
y calificación de todas las conductas sociales posibles, las cuales integran un
sistema normativo pleno, cuya aplicación corresponde a Autoridades
Independientes, facultadas para resolver las contiendas que en el orden
temporal se promuevan en dicha sociedad. El Estado de Derecho se caracteriza
por la existencia de normas que se ocupan de instalar poderes, regular su
funcionamiento y calificar anticipadamente todas las conductas sociales
posibles.
Haciendo uso
de la anterior definición podemos decir que la Trinidad es la Organización más
primigenia dentro de la concepción del Mundo Creyente Judeo-Cristiano,
conformada por un Poder Tripartito (Padre, Verbo y Espíritu Santo) que organiza
a sus creaturas por medio de la implantación (obligatoriedad) de un conjunto de
normas generales denominadas Derecho Natural que califican anticipadamente
todas las conductas humanas posibles. Así, respecto al Derecho Natural toda
creatura no tiene posibilidad de realizar ninguna acción (sin infringirla) que
no esté previamente contemplada en dicho ordenamiento jurídico, de modo tal que
sólo le asiste el razonamiento que procede a los agentes que se rigen por el
Derecho Público. Con dicho criterio la creatura sólo puede realizar todo
aquello que el Derecho Natural expresamente le permite, habiendo en su silencio
una prohibición.
Más, en un
Estado de Derecho las normas de más elevada jerarquía contienen principios
rectores tan generales que obligan –no sólo a la sociedad- sino al propio
legislador. En efecto, a medida que la jerarquía de la norma decrece ella se
hace más restrictiva en cuanto al número de personas obligadas, hasta el
extremo de generarse reglas particulares que se crean para resolver un
determinado problema o situación, o para aplicarse a una persona o a un grupo
limitado de personas. Así entonces, el Derecho Natural sería la norma por
excelencia de más elevada jerarquía al punto de obligar a ellas al propio
Creador, y no sólo a sus creaturas (el Creador no puede juzgar a sus creaturas
sin permitir la correspondencia biunívoca de que Él mismo pueda ser juzgado por
su accionar). Ello implica que –al ser el Derecho Natural un sistema de normas
generales coherente y que va más allá de quien las dictó-, y dado que los seres
humanos –según la Doctrina Cristiana- somos Co-creadores con la Trinidad, tanto
los primeros como el Creador están ligados por las mismas normativas; ambas
partes quedan subordinadas a normas que tienen vida propia y que van más allá
del legislador y de las creaturas. Y así como cuando un Estado de Derecho ha
generado Daño a un “administrado” (ciudadano) dicha víctima puede invocar
justicia y compensación ante los Tribunales de Justicia dispuestos por aquel
mismo Estado de Derecho (generándose aquí la excepción jurídica en que el
Estado es a la vez Juez y Parte), de igual forma un feligrés o creatura puede
invocar, ante la Trinidad, por reparación de todo Daño causado por el Creador
(por ejemplo, su responsabilidad debida al Origen del Mal), pese a que éste
último haya sido en definitiva quien gestó el Daño, incluso actuando dentro de
la más estricta legalidad.
De esta
manera, la Trinidad tratada como un Estado de Derecho corresponde a un Valor de
Situación; surge como consecuencia de presupuestos básicos que dotan a las
creaturas de ciertas certezas para participar en sociedad, sabiendo o pudiendo
saber, que todos sus actos están regulados anticipadamente en las normas
contenidas en el Derecho Natural; que sus derechos como creatura están
protegidos, amparados y garantizados en el Derecho Natural; que aquel se
cumplirá; que no le sobrevendrá una sanción si ajusta su conducta a dichas
normas jurídicas y que se hallarán también en ellas las compensaciones que
remediarán los atentados que se realicen en contra de sus derechos amparados.
En esta
perspectiva el Hombre, como creatura, debiera disfrutar de seguridad jurídica,
valor esencial y únicamente jurídico, que sólo el Derecho Natural podría crear
y que tiene como presupuesto irreemplazable el sistema normativo que conforma
el pilar esencial de la Trinidad como un Estado de Derecho. El Creador, como Estado
de Derecho, sólo puede existir en la medida que la normativa, previamente
conocida, como consecuencia de haberse publicado (por los Profetas, Sacerdotes
y/o sus Representantes Eclesiásticos), constituya un instrumento o herramienta
del que se vale la Autoridad para calificar la licitud o ilicitud de los actos
de las creaturas. Así como sin norma no se concibe un Estado de Derecho, sin
Derecho Natural no se concibe al Creador, como tampoco podría concebirse al
amparo de un sistema incompleto o limitado que deje al margen de la
calificación jurídica comportamientos sociales trascendentes. El ordenamiento
jurídico implantado por el Creador arbitra una red de medidas y recursos para
evitar desarmonías o contradicciones entre las normas inferiores y las superiores
(una flagrante contradicción sería, por ejemplo, que Dios pudiese juzgar a
sus creaturas pero sin que, a su vez, éstas puedan enjuiciar al primero). A través
de la Red de Medidas se consigue eliminar del sistema normativo todo intento
por incorporar a él normas que no deriven material, formal y coherentemente de
aquellas de entidad superior. De esta forma, el Derecho Natural podría
concebirse como término medio entre el Despotismo –poder omnipotente y
subyugante- y la Anarquía, que es un arbitrio ilimitado de las voluntades
individuales.
Si partimos
de la base que Dios existe, como Creador o como Trinidad (según la Doctrina
Católica), también debe existir, como valioso subproducto, la Seguridad
Jurídica, siendo necesario que la norma (no el arbitrio de la creatura) sea la
que resuelva todos los conflictos que se promuevan en el orden temporal. De
ello se desprende que la norma jurídica impuesta por Dios a sus creaturas (el
Derecho Natural) posea necesariamente un ingrediente axiológico. Dado el origen
de esta normativa, el ingrediente axiológico lo ha incorporado el Creador
(Trinidad). Y no podría ser de otra manera, ya que una norma jurídica ausente
de todo contenido axiológico sería un absurdo, ya que si existe es porque se
estima útil, conveniente, necesario, bueno o preferible.
Ahora bien,
desde una perspectiva práctica, el Derecho Natural incorpora el contenido
axiológico que recoge las culturas de tiempos antiguos (como los conceptos del
judaísmo), y se fundamenta en el conocimiento presuntivo de dicha norma; hecho
que es incluso debatido por algunas corrientes teológicas y filosóficas que
existen al interior mismo de las iglesias cristianas. Más, tanto las antiguas
teosofías, la Religión Judía y las actuales Religiones Cristianas poseen ordenamientos
que, sin excepción, centran su aplicación en esta ficción o supuesto,
discutible pero indispensable, de que la Ley Divina (o Derecho Natural) se
presume conocida por todos, aún por aquellos indígenas o incivilizados que
jamás han oído hablar de la Trinidad ni de los conceptos divinos comúnmente
aceptados por la Doctrina Judeo-Cristiana (presunción que también se aplica a
las leyes y códigos humanos).
Muchos
creyentes o teólogos podrían preguntar, con justa razón, ¿Cómo, o en qué, puede
justificarse esta presunción que, como quiera que se analice, conforma un
forzamiento de la realidad o bien una hipótesis ciertamente falsa? La
explicación la encontramos dentro de la institución del Estado de Derecho: el
conocimiento presuntivo de la norma se funda en que ella recoge un contenido
axiológico real, que prevalece en la sociedad como expresión de su propia
cultura. Así, dado el carácter de omnisciente de Dios, él es el único que
conoce absolutamente todas las normas jurídicas, más no sus creaturas. Empero,
si bien las creaturas no conocen todas dichas normas, no obstante, las intuyen
y viven los valores culturales que dominan un determinado tiempo. Y como la
normativa expresa estos valores, existe en las creaturas un conocimiento
intuitivo del contenido de dicho Derecho Natural o Ley Divina, porque todos
saben que tras dicha Ley se esconde un valor cultural que se ha forjado y
aceptado y que está incorporado a la realidad cotidiana del Hombre (presunción que deja de serla, porque se transforma en un hecho cierto, en el caso de Dios quien es omnisciente). Dicho
de otro modo, el Derecho Natural no es más que un valor cultural de nuestro
tiempo que toma la forma de una prescripción de conducta. No es arbitrario ni
ilógico presuponer, entonces, el conocimiento de la Ley Divina si ella, vaciada
en una estructura lógica, no hace más que expresar lo que pensamos y los
valores conforme a los cuales vivimos.
II.- Responsabilidad
de Dios en el “ORIGEN DEL MAL” por ser Omnisciente.
No pocos
teólogos y personas estudiosas del Mundo Cristiano expresan –a mi juicio
erróneamente- la imposibilidad de juzgar a Dios, al Creador o a la Trinidad,
basado en su inmanencia, su omnisciencia y su omnipresencia, que se sumaría
–dicen ellos- a la pequeñez del entendimiento humano y a su comprensión de la
Historia de la Obra de la Creación. Más, dicha aparente imposibilidad planteada
queda subsanada al coger como herramienta tanto la Teoría del Riesgo Creado, la Trinidad como un Estado de Derecho, y
la propia Doctrina Cristiana comúnmente aceptada y propugnada por la Iglesia
Católica.
En efecto,
suponer lo contrario –esto es, que no puede juzgarse a Dios- importa la
utilización de un Derecho Obsoleto, es decir, de aquel que no recoge las
preferencias culturales de nuestro tiempo sino que se inspira en valores ya
superados o cuya transformación, por efecto de la evolución de la cultura, los
ha dejado sin arraigo en la comunidad. Establecer, como un imperativo, la
imposibilidad de juzgar a Dios –por ejemplo, en su responsabilidad en el Origen
del Mal- implica un Derecho en Desuso, un Derecho
Desconocido, que no puede aplicarse por la evidencia de que corresponde a
valores culturales de otra época y que, por ende, puede generar una profunda
injusticia, quizá la peor de todas: imponer una norma que no se conoce y cuya
aprehensión intuitiva no es posible porque pertenece a una valoración de una
época pretérita. Así, por ejemplo, no puede existir un Doctrina que imponga que
Dios ha sido el motor del Origen del Mal y que, por dicho acto, sus creaturas
no puedan determinar su responsabilidad.
Más, algunos
teólogos u Obispos podrían argumentar a favor de la aplicación de este Derecho
en Desuso, que dicho derecho tiene un paliativo, que si bien no es absoluto,
sirve para atenuar sus nocivas consecuencias. Aquellas normas regulan
instituciones igualmente obsoletas que, al dejar de aplicarse, neutralizan el
daño que socialmente podría crear dicho desconocimiento.
Por ello, y
para resolver este dilema, tomemos en cuenta algunos de los conceptos expuestos
en mi primer artículo que trata de la Responsabilidad Civil Extracontractual de
Dios en el Origen del Mal, utilizando como herramienta la propia
Doctrina Cristiana.
Más, a
diferencia de mi anterior escrito, en donde hice uso del Código Civil, ahora
razonaré conforme a los principios del Derecho Público considerando a la
Trinidad como un Estado de Derecho. Las normas generales de la Trinidad, como
el Derecho Natural, contienen una abstracción; de lo cual se desprende que
dicha Ley Divina no puede chocar con la realidad social, sino que su destino
natural es servir de fundamento a las normas particulares, a través de las
cuales se va regulando la vida de las creaturas. La norma general divina
denominado Derecho Natural posee una voluntad o sentido propio, ajeno al de su
autor. Tal pronto dicha Ley Divina aparece inserta en el sistema normativo de
las creaturas, pierde su paternidad, se independiza o cobra vida propia. El
elemento histórico, que se una en la fase de interpretación formal, está
destinado, única y exclusivamente, a desentrañar el sentido literal del Derecho
Natural. Por tanto, no puede sostenerse que la voluntad de la Ley
Divina sea la voluntad de Dios. Desde luego, la intención, voluntad o
pensamiento de la Trinidad se expresa en un momento histórico determinado y la
norma está destinada a regir indefinidamente a lo largo del tiempo. Por otra
parte, la presunta voluntad de Dios, como autor del Derecho Natural no siempre
es única, ya que concurren a integrarla los numerosos representantes,
estudiosos, profetas, Sumos Pontífices, etc., llamados a participar en el
proceso de la creación de dicha norma (ejemplo, las encíclicas papales, los
concilios, etc.). Por detallada que sea la reconstrucción del proceso de
gestación de aquella Ley Divina tal como hoy la conocemos, es irracional o
materialmente imposible determinar, con exactitud, quiénes han intervenido en
ella o fijar la medida en que lo han hecho o descomponer la influencia que ha
ejercido tal o cual profeta o Papa (con sus propias voluntades individuales)
que han concurrido en una decisión colectiva. Así, creada las normas generales
divinas, ellas poseen un fin propio, que va apartándose de la voluntad e
intención de sus autores y que, inclusive, evoluciona a medida que avanza la
ciencia, la técnica y a medida que los conceptos prevalecientes en la sociedad
se modernizan o transforman.
Así las
cosas, se debe concluir que la Ley Divina tienen una voluntad e intención
propias y que hasta su sentido va cambiando a medida que transcurre el tiempo.
Por ello, la tarea interpretativa del Derecho Natural o Ley Divina tiene dos
fases: una formal destinada a desentrañar qué es lo que la norma dice
en su tenor literal; y otra fase sustancial, por medio de
la cual el que denominaremos “creyente intérprete” desprende de
ella una norma particular que aplica para resolver la situación que se trata de
juzgar (en nuestro presente artículo, Dios como causante primigenio y primer
responsable en el Origen del Mal). La primera fase tiene como campo de acción
el sentido de la norma, esto es, el significado de ella, lo que dice o quiere
decir en el momento en que debe aplicarse. La segunda fase mira la voluntad de
la norma, esto es, lo que ella procura, el fin que persigue, los propósitos y
valores que intenta realizar. Así, el sentido de la Ley Divina expresa su
voluntad y ésta determina la forma en que la abstracción se diluirá en una
regla particular. De esta manera, el “creyente intérprete” recorrerá un
camino de dos etapas. Primero desentrañará el verdadero sentido del Derecho
Natural; luego, conocida su voluntad, desprenderá la regla particular llamada a
regular un episodio dentro de la Obra de la Creación que la Doctrina Cristiana ha establecido formalmente como tal.
Evidentemente,
la norma divina es una proposición lógica que se expresa en una forma literal.
Por ello, lo primero que debe hacer el creyente es desentrañar su significado.
Para alcanzar este objetivo recurrirá a varios elementos, entre los cuales el
más importante es el gramatical, ya que la hipótesis o mandato que contiene la
norma divina se manifiesta en palabras (escritas en un lenguaje inicial muy
distinto del nuestro, y además en un tiempo remoto con ideas y costumbres
diferentes a las nuestras). De aquí la especial relevancia que los traductores,
sabios y teólogos atribuyen a los vocablos de sus textos originales, fijando en
cada caso, el significado y alcance que debe tener cada uno de ellos. No puede
confundirse el sentido de la norma divina con su voluntad e intención. La
voluntad está impregnada de sus fines, de los valores que persigue, de su
relación con otras instituciones religiosas que complementa o de las cuales
forma parte (por ejemplo, las ideas judeo-cristianas). La tarea del cristiano
es conocer el significado (sentido) de la norma divina para indagar y descubrir
su voluntad e intención (por ello, proceden en forma errada aquellos creyentes
que repiten, una y otra vez, la citas bíblicas sin conocer su real sentido).
Conocida la voluntad de la norma divina se seguirá la función creadora del
“creyente intérprete”, culminando así el proceso de aplicación. De esta manera,
“sentido” y “voluntad” son dos conceptos distintos que no necesariamente se implican,
y que en los casos más complejos (como el caso que analizamos respecto a la
narración sobre el Origen del Mal pregonado por la Doctrina Católica), pueden
marchar en direcciones opuestas. No es extraño, por ende, que ciertas normas
escondan, tras una defectuosa redacción o traducción, su verdadera intención y
voluntad.
De lo
anterior se desprende que no es posible que los cristianos o creyentes
católicos seamos juzgados por nuestras obras y se nos atribuya responsabilidad
en nuestros actos si, al mismo tiempo, no podemos juzgar a quien –por su
naturaleza y actos- es el principal generador de una serie de Daños y
Perjuicios: en este caso, Dios Creador. Si no podemos analizar los actos del
“principal” (la Trinidad), ¿podremos juzgar con propiedad lo “accesorio” o los
actos cometidos por los “subordinados” o “dependientes”?
A la luz de
los conceptos y presupuestos esgrimidos en este ensayo, por tanto, se equivocan
aquellos que declaran la imposibilidad de juzgar a Dios por su responsabilidad
aquiliana (alterum non laedere) en el Origen del Mal.
En efecto, haciendo
fe de que la mente humana y alcance de nuestro conocimiento de las cosas
pasadas es totalmente limitada, podemos no entrar a discernir si hubo culpa o
dolo en la actuación primigenia de Dios, tras crear a Luzbel y por medio de
este último dar Origen al Mal, pero sí podemos decir –sin temor a equivocarnos-
que la responsabilidad de Dios se funda en la existencia de una víctima (el
Hombre) que ha sufrido un Daño, como consecuencia del actuar de la Trinidad.
Por tanto, en la segunda parte del presente ensayo, la responsabilidad de Dios
en el Origen del Mal no está siendo fundada en su culpa o dolo, sino en la
existencia de víctimas (los hombres, sus creaturas) que –con el surgimiento de
dicho Mal y su contaminación a la Humanidad- han sufrido un Daño, el cual se ha
perpetuado de generación en generación hasta nuestros días. Por tanto, la
Responsabilidad de la Trinidad procede en este caso, aún cuando Dios haya
pretendido actuar con total apego a la legalidad. Y si el Derecho Natural nos
asiste, nos juzga, y nos hace responsables de nuestros actos pese a que como
creaturas somos limitados, y no conocemos la completitud de las normas
jurídicas, ¿cuánto más se traduce dicha responsabilidad en Dios, quien es
omnisciente, omnipresente, y –por tanto- no puede argumentar desconocimiento o
prueba en contrario de aquellas mismas normas que ha impuesto a sus creaturas? Recordemos
que quien puede prever una cosa puede también prever sus resultados y
consecuencias.
En efecto,
la Trinidad, como Creador, en su actividad, ha lesionado a sus creaturas (como ha
sido el caso en el Origen del Mal), tanto en sus derechos patrimoniales como
extrapatrimoniales, de modo tal que debe responder –tal como responden los
Estados- por los daños causados. El fundamento de dicha responsabilidad se
basa, primero, en el deber del Creador de mantener un Orden Natural para
asegurar a todas las creaturas un trato digno e igualitario; segundo, la
equidad natural; y tercero, la reparación de un daño como restitución de una
situación injusta sufrida por la víctima.
III.- Responsabilidad
de la Iglesia Católica y de las Iglesias Cristianas
La anterior
responsabilidad también se traslada hacia todas aquellas instituciones que se
declaren como legítimos representantes, en la Tierra, de los intereses del
Creador. Así las cosas, la Iglesia Católica conforma, en nuestro plano, el
Órgano Administrativo por excelencia del Estado de Derecho llamado Trinidad, lo
cual aparece avalado por la propia Doctrina Cristiana en el momento en que
Jesús le dice a Pedro: “Tú eres Pedro, y sobre esta Piedra edificaré
mi Iglesia,…, y lo que ates en la Tierra quedará atado en el Cielo, y lo que
desates en la Tierra quedará desatado en el Cielo”. Además de
representar, la Iglesia en la Tierra, los actos del Creador así como su
Voluntad, la frase anterior constituye el Principio de Correspondencia
Biunívoca entre una, y sólo una, decisión en la Tierra con una, y sólo una,
decisión en el Cielo (similar tanto al SSI matemático como al Principio de
Correspondencia que algunas teosofías expresan “como es Arriba es Abajo”); lo
cual permite abrir –además- un interesante debate respecto del aspecto
“temporal” asociado entre lo contingente terreno y lo eterno inmutable (que
será abordado en un próximo artículo).
De esta
forma, cualquier creatura que sea lesionada en sus derechos por la
Administración Eclesiástica, por sus Obispos u organismos asociados, podrá
reclamar (por invocación) ante el Creador, sin perjuicio de la responsabilidad
que pudiere afectar al Obispo o persona del Clero que hubiere causado el daño.
Por ello, el único requisito necesario para que se genere responsabilidad de
parte de la Trinidad y/o de sus Administradores en la Tierra es que se haya
lesionado un derecho de un feligrés o creyente, sin que importe si el acto,
hecho u omisión que la produce sea lícito e ilícito, que haya habido o no
culpabilidad en el Papa, en un Obispo o un agente del Clero.
En resumen,
y aunque resulte majadero repetirlo, podemos concluir que cualquier creyente
que resulte lesionado en sus derechos por las Iglesias Cristianas, sus
organismos e instituciones dependientes, podrá invocar Indemnización por Daños
y Perjuicios ante la Trinidad sin perjuicio de la responsabilidad que pudiere
afectar al agente Eclesiástico que hubiere causado aquel Daño. Así también, las
Iglesias Cristianas, que dicen representar y ser los voceros oficiales de Dios,
serán responsables del Daño que causen por su “Falta de Servicio” (entendiendo
como “falta de servicio” a aquel mismo concepto que la ley moderna aplica a los
órganos de la Administración de un Estado de Derecho).
En el
artículo anterior demostramos –sea que utilicemos la doctrina del Código Civil
o bien del Derecho Público- la responsabilidad de Dios (Creador o Trinidad) en
el Origen del Mal. Más, en el presente texto, al considerar a la Trinidad como
un Estado de Derecho, su responsabilidad ya no se fundará en la culpa o en el
dolo de quien lo causa, sino en la existencia de una víctima que ha sufrido un
daño como consecuencia del actuar del Creador o de su Iglesia Administradora. Así,
la responsabilidad de Dios procede cada vez que cause un daño, incluso cuando
el Creador haya actuado dentro de la más estricta legalidad.
IV.- Conclusión
Así pues, y
resumiendo todo lo anteriormente expuesto, es posible concluir que la
responsabilidad de la Trinidad, tratada jurídicamente como un Estado de
Derecho, así como la de sus Administradores en la Tierra (la Iglesia Católica y
de aquellas Iglesias Cristianas) procede cada vez que causen un Daño, aún
cuando esgriman a su favor haber actuado con total apego a la legalidad.
Por otro
lado, la Responsabilidad de Dios y de sus Administradores Contingentes posee
las siguientes características:
a).- su
responsabilidad es de Derecho Público, lo que la hace diferente al sistema
aplicable a los entes jurídicos privados.
b).- Su
responsabilidad es objetiva
c).- No es
una responsabilidad que derive del hecho del otro, sino directa de la Trinidad.
d).- se
configura por los daños causados en el actuar lícito o ilícito, jurídico o de
hecho, de las Tres Personas Distintas que conforman la Trinidad. El Hombre,
como creatura, sólo debe acreditar que un hecho, acción u omisión de cualquiera
de las Tres Personas, realizada dentro
del ámbito de sus funciones, le ha causado un Daño. No se requiere individualizar
al Papa, Obispo, Sacerdote o Representante de la Iglesia Cristiana, que con su
acción u omisión causó el perjuicio, ni probar la culpa o dolo de su conducta, como
tampoco discernir si la actuación de la Administración Eclesiástica fue lícita
o ilícita, o si se materializó en un hecho material o en un acto administrativo
eclesiástico.
e).- la
Responsabilidad de la Trinidad es integral, en cuanto debe comprender la
indemnización de todo daño causado a la Víctima, patrimonial o
extrapatrimonial.
Referencias
[1] “De la
Responsabilidad Extracontractual”, de René Ramos Pazos, 3ª Edición. Editorial
LexisNexis. Enero de 2007
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