martes, 20 de agosto de 2013

ÚLTIMA MIGRACIÓN DESDE ERISEA

ÚLTIMA MIGRACIÓN DESDE ERISEA

“EL QUINTO CONTINENTE, REFUGIO FINAL DE LOS ALDEBARANES”

(Texto de ciencia ficción, situado en un futuro cercano, que narra la última anécdota de Ferdinand, un austríaco del siglo XVIII que permanentemente fuera rejuvenecido por los Aldebaranes. Aprovechando que estos últimos deciden materializar la Migración de sus habitantes desde Erisea hacia las Islas Polinésicas y de Micronesia, Ferdinand hace lo suyo y toma el control de una de aquellas, la Isla Jemo –pero situada en un “no tiempo” de un pasado remoto- y construye allí su “reino bendecido”, separándose para siempre de la historia de la humanidad y de la de sus antiguos Jefes, los Aldebaranes)




“¿Cómo no haber reconocido, entre las miríadas de islas de Oceanía, los visos de un olvidado y extinto planeta extraterrestre?” –se preguntaron con posterioridad connotados hombres de ciencia.

Fue así que, aquel atardecer de verano, mientras la Humanidad se dirigía a la deriva sumiéndose –junto a su mal denominada civilización- en el más profundo oscurantismo moral y ético, la prensa internacional se centró en las súbitas oleadas de medianas pero veloces naves que estaban siendo avistadas en las proximidades de las islas pertenecientes a Micronesia y Polinesia. Extrañas formas, de tecnología desconocida, ingresaban a gran velocidad en grandes grupos por los cielos del sur de Chile dirigiéndose hacia las islas de Oceanía para luego –sin previo aviso- desaparecer en el aire, a varios metros sobre el nivel del mar, sin dejar rastro o indicio alguno. Tres días duró este fenómeno, siendo reportado por los medios, luego de los cuales todo regresó a la más absoluta normalidad, silenciándose posteriores noticias que versaban sobre aquel anómalo suceso.

Y aunque pocos lo sabían, Ferdinand (el austríaco del que se ha hablado en relatos anteriores) comprendió que se estaba llevado a efecto la esperada Migración de los Aldebaranes  –exiliados por decenios en Erisea- hacia un área terrestre compatible con aquella que sus, hoy, más de dos millones de habitantes, tuvieron en su extinto planeta Hrusa. Las repetidas hibridaciones y mezclas genéticas entre su gente y la prole humana habían llegado con éxito a su fin. Más, debido a la constante contaminación que regularmente afectaba a la Tierra y por la progresiva dificultad de desinfectar de gérmenes las vías respiratorias de su población (acostumbrada por largas edades al aséptico ambiente de Erisea, su navío solitario) los Aldebaranes y la mayor parte de los Espiganos (que hasta ahora moraban en el frío continente Antártico), determinaron habitar aquellos sectores que otrora pertenecieron a un extinto planetoide extraterrestre que –millones de años en el pasado- colisionó con la Tierra. Pero en lugar de habitarlos en la época actual, la Migración Aldebarán se trasladó hacia un “tiempo remoto”, cuando aquellas tierras eran más propicias, tanto en la pureza de su aire como en la riqueza de sus insumos.     

En efecto, hasta hace unos 250 millones de años atrás, la Tierra tenía tan sólo dos tercios del volumen actual, con días y noches más cortos, cuya línea del ecuador coincidía plenamente con la eclíptica, por lo que no existía inclinación alguna en el eje terrestre. En aquel entonces, nuestro planeta no era la “gema azul” que hoy vemos, sino más bien un mundo gris, con océanos de menor extensión (aunque profundos), con heladas aguas, si bien de menor salinidad a la actual.

Más, el azul, acuoso y errante planetoide eyectado de su originario sistema, conocido por los Aldebaranes como Jemo –tras vagar por milenios en la sempiterna oscuridad del espacio sin soles- terminó su aciago viaje colisionando la Tierra con una descomunal fuerza, que logró partir en dos partes el hasta entonces único supercontinente denominado Pangea: Laurasia hacia el norte y Gondwana hacia el Sur, separados ambos continentes por el llamado Mar de Tetis. Como resultado del impacto con Jemo la masa de la Tierra aumentó considerablemente, su eje se inclinó similar al del planeta Marte dando lugar a las cuatro estaciones del año, alargándose los días (que, por conservación del momento angular, al incrementarse la masa terrestre enlentece su velocidad de rotación); mientras que los fracturados continentes terminaron plegándose hacia el lado contrario del impacto, dejando despejado –al final del proceso- el punto de penetración del planetoide, con grandes extensiones del forastero cuerpo levemente sumergidas dentro de un extenso, diáfano pero salino océano azul. Y aunque por millones de años el cuerpo principal de Jemo permaneció profundamente incrustado en la Tierra, hace unos 23 millones de años atrás, debido a la deriva de los continentes, aquella planetaria superficie extraterrestre (primero como montes submarinos para luego dar cabida a incontables y bellas islas) comenzó a emerger junto con aquellas de sus semillas que por millones de años permanecieran en estado de letargo aguardando las condiciones climáticas propicias. Así, aquel extenso territorio extraterrestre se convertiría, con el paso de los años, en el denominado quinto continente, en el continente de Oceanía; siendo las islas extraterrestres aquellas que hoy forman buena parte de Melanesia, más aquellas principalmente de Micronesia y Polinesia.  

De igual forma, y prefiriendo suelos salinos para su crecimiento y desarrollándose con temperaturas entre 28º y 30ºC durante el día con medias térmicas nocturnas no inferiores a 22ºC, más una humedad relativa del aire superior al 60%, germinaron las semillas extraterrestres que los seres humanos han clasificado como “cocos nucifera”, mejor conocido como “cocotero” o Palma de Cocos.







Si bien pocos entre los más sabios lo cuentan, los Aldebaranes conocen –a ciencia cierta- que tras las grandes colisiones y explosiones, que despliegan cuantiosa energía, se originan verdaderas “grietas o ranuras temporales” en el entorno inmediato deformando el espacio tiempo que rodea el área sobre la cual se ha provocado el “evento cataclísmico”. Para Espiganos y Aldebaranes, ello tiene una utilidad práctica, mirado desde un punto de vista tecnológico, puesto que garantiza a un viajero o explorador el que aún hoy pueda hallar exactamente la misma zona geográfica que ahora es posible apreciar pero en un tiempo remoto, de un pasado que quizá pueda situarse en varios miles de años atrás, con prístinos bosques y afluentes, cascadas, flora nativa e inmaculada, etc. empero sin la presencia de algún tipo de civilización (porque, como ya se ha explicado en anteriores artículos de ciencia ficción, por una razón que aún desconocen, en aquellas regiones del “no tiempo” sólo permanece el reino mineral y el vegetal, con total ausencia de animales y seres humanos, todo lo cual permite al explorador poblar aquella región a su entero gusto y arbitrio, transformando literalmente el lugar en un “mundo perdido”).

Sabedor de ello, durante años Ferdinand hizo lo suyo silenciosamente y tras encontrar una “grieta temporal” en una zona distante a unos pocos cientos de metros de las costas de la Isla Jemo (cuyo nombre curiosamente recuerda el olvidado planetoide) –que hoy la descendencia de Joachim deBrum mantiene bajo su cuidado y tutela- el austríaco del siglo XVIII fue poblándola a su arbitrio, pero en secreto, llevando finalmente consigo a quien se convertiría en su tercera y última esposa (sólo que ahora llevaba consigo, como nunca antes, el conocimiento de la Ciencia del Rejuvenecimiento y la técnica de la cura de enfermedades degenerativas). Tras estudiar por años el cocotero –entre otras plantas endémicas-, Ferdinand y sus colaboradores habían descubierto que tanto en aquella planta como en sus frutos estaban los ingredientes básicos para restablecer los desgastados telómeros celulares, al mismo tiempo que el líquido interior del Coco (un suero fisiológico natural) permitía tanto la limpieza como el reemplazo de la sangre. Tras haber aprendido por más de doscientos cincuenta años de sus Jefes, los Aldebaranes y de los científicos asociados a los Espiganos, Ferdinand intuyó que había llegado el momento de separar caminos comunes y proseguir con su particular investigación (ya que, al fin y al cabo, Ferdinand era un ciudadano, como se expuso en relatos anteriores, proveniente del futuro)     

Aunque todavía le es posible a uno caminar sólo, o con unos pocos de sus amistades, por aquellas desiertas y suaves arenas de las centenares y bellas islas polinésicas y de Micronesia que aún quedan sin ser holladas o que en ellas el ser humano haya puesto pie en forma permanente, no obstante los Aldebaranes (y algunos de los Espiganos) decidieron tomar el control de todas aquellas islas del Pacífico pero en un “no tiempo” incrustado en un remoto pasado, sin seres humanos, sin contaminación ambiental, pero –por sobre todo- sin los temidos y mortales parásitos, virus y microbios que irremediablemente han acompañado por millardos de años a toda civilización humanas.

Y fue así que –agobiados y decepcionados del escaso entendimiento del Hombre y de su inestable actuar, cuya dureza en la comprensión de una civilización basada en el Bien Común sorprendía- desde aquel Día de la Migración de Erisea hacia las paradisíacas islas de Oceanía, los Aldebaranes, Aldebardianos y Espiganos, “penetraron” en este “reino oculto” (para ellos, un Reino Bendecido), dejando a su suerte a la raza humana, con lo cual los caminos de estos últimos con los de los primeros se separaron definitivamente y de quienes, la historia humana futura, ya no hablará más.

(Fin de la saga de Ferdinand) 



miércoles, 7 de agosto de 2013

LA RESPONSABILIDAD DE LA TRINIDAD EN EL "ORIGEN DEL MAL" TRATADA COMO RESPONSABILIDAD DE UN ESTADO

SEGUNDA PARTE:

LA RESPONSABILIDAD DE LA TRINIDAD EN EL ORIGEN DEL MAL TRATADA COMO RESPONSABILIDAD DE UN ESTADO



Resumen

En mi primer y anterior artículo, usando como herramienta de análisis el texto del jurista René Ramos Pazos [1], propuse que, por medio de la Teoría del Riesgo Creado y el Código Civil chileno, era posible hacer responsable civilmente a Dios en el Origen del Mal, ya que la responsabilidad recae en quien ha creado el Riesgo sin importar la culpabilidad de los agentes. En dicho ensayo se proponía, además, si en la actuación de Dios cabrían los conceptos de culpa y dolo; se analizaron los atenuantes en la culpabilidad de Dios, así como la forma en que los creyentes debían solicitar (por invocación) la correspondiente reparación e indemnización por el Daño sufrido.

Ahora, el objeto de este segundo trabajo consiste en tratar a Dios como una institución netamente de carácter público, por lo cual su actuación se debe regir por el Derecho Público y no únicamente por los principios que en el Código Civil se denominan “espíritu general de la legislación”. Finalmente, los conceptos aplicados a la Trinidad como Estado de Derecho, también le son aplicables a las instituciones en la Tierra que dicen ser sus Representantes o Administradores.

En efecto, de acuerdo con la Doctrina Cristiana la Trinidad es una institución conformada por tres personas distintas, las que como una Única Unidad es omnisciente, omnipresente y omnipotente. Por tanto, en estricto rigor, la responsabilidad en su conducta no puede ser tratada conforme al ordenamiento jurídico definido por el Código Civil, pues no se trata de una persona natural, jurídica ni de derecho privado, sino que su responsabilidad tiene su fundamento último en el Derecho Público y en los conceptos fundamentales que dan vida al Estado de Derecho [2].


I.- La TRINIDAD como un “Estado de Derecho”

¿Qué es un Estado de Derecho?

Según el jurista Pablo Rodríguez Grez, un Estado de Derecho es una forma de organización de la sociedad por medio de la implantación (obligatoriedad) de normas de conducta que se establecen con carácter coercitivo, referidas tanto a la instalación de un Poder Público, a su funcionamiento así como al juzgamiento y calificación de todas las conductas sociales posibles, las cuales integran un sistema normativo pleno, cuya aplicación corresponde a Autoridades Independientes, facultadas para resolver las contiendas que en el orden temporal se promuevan en dicha sociedad. El Estado de Derecho se caracteriza por la existencia de normas que se ocupan de instalar poderes, regular su funcionamiento y calificar anticipadamente todas las conductas sociales posibles.

Haciendo uso de la anterior definición podemos decir que la Trinidad es la Organización más primigenia dentro de la concepción del Mundo Creyente Judeo-Cristiano, conformada por un Poder Tripartito (Padre, Verbo y Espíritu Santo) que organiza a sus creaturas por medio de la implantación (obligatoriedad) de un conjunto de normas generales denominadas Derecho Natural que califican anticipadamente todas las conductas humanas posibles. Así, respecto al Derecho Natural toda creatura no tiene posibilidad de realizar ninguna acción (sin infringirla) que no esté previamente contemplada en dicho ordenamiento jurídico, de modo tal que sólo le asiste el razonamiento que procede a los agentes que se rigen por el Derecho Público. Con dicho criterio la creatura sólo puede realizar todo aquello que el Derecho Natural expresamente le permite, habiendo en su silencio una prohibición. 

Más, en un Estado de Derecho las normas de más elevada jerarquía contienen principios rectores tan generales que obligan –no sólo a la sociedad- sino al propio legislador. En efecto, a medida que la jerarquía de la norma decrece ella se hace más restrictiva en cuanto al número de personas obligadas, hasta el extremo de generarse reglas particulares que se crean para resolver un determinado problema o situación, o para aplicarse a una persona o a un grupo limitado de personas. Así entonces, el Derecho Natural sería la norma por excelencia de más elevada jerarquía al punto de obligar a ellas al propio Creador, y no sólo a sus creaturas (el Creador no puede juzgar a sus creaturas sin permitir la correspondencia biunívoca de que Él mismo pueda ser juzgado por su accionar). Ello implica que –al ser el Derecho Natural un sistema de normas generales coherente y que va más allá de quien las dictó-, y dado que los seres humanos –según la Doctrina Cristiana- somos Co-creadores con la Trinidad, tanto los primeros como el Creador están ligados por las mismas normativas; ambas partes quedan subordinadas a normas que tienen vida propia y que van más allá del legislador y de las creaturas. Y así como cuando un Estado de Derecho ha generado Daño a un “administrado” (ciudadano) dicha víctima puede invocar justicia y compensación ante los Tribunales de Justicia dispuestos por aquel mismo Estado de Derecho (generándose aquí la excepción jurídica en que el Estado es a la vez Juez y Parte), de igual forma un feligrés o creatura puede invocar, ante la Trinidad, por reparación de todo Daño causado por el Creador (por ejemplo, su responsabilidad debida al Origen del Mal), pese a que éste último haya sido en definitiva quien gestó el Daño, incluso actuando dentro de la más estricta legalidad.

De esta manera, la Trinidad tratada como un Estado de Derecho corresponde a un Valor de Situación; surge como consecuencia de presupuestos básicos que dotan a las creaturas de ciertas certezas para participar en sociedad, sabiendo o pudiendo saber, que todos sus actos están regulados anticipadamente en las normas contenidas en el Derecho Natural; que sus derechos como creatura están protegidos, amparados y garantizados en el Derecho Natural; que aquel se cumplirá; que no le sobrevendrá una sanción si ajusta su conducta a dichas normas jurídicas y que se hallarán también en ellas las compensaciones que remediarán los atentados que se realicen en contra de sus derechos amparados.

En esta perspectiva el Hombre, como creatura, debiera disfrutar de seguridad jurídica, valor esencial y únicamente jurídico, que sólo el Derecho Natural podría crear y que tiene como presupuesto irreemplazable el sistema normativo que conforma el pilar esencial de la Trinidad como un Estado de Derecho. El Creador, como Estado de Derecho, sólo puede existir en la medida que la normativa, previamente conocida, como consecuencia de haberse publicado (por los Profetas, Sacerdotes y/o sus Representantes Eclesiásticos), constituya un instrumento o herramienta del que se vale la Autoridad para calificar la licitud o ilicitud de los actos de las creaturas. Así como sin norma no se concibe un Estado de Derecho, sin Derecho Natural no se concibe al Creador, como tampoco podría concebirse al amparo de un sistema incompleto o limitado que deje al margen de la calificación jurídica comportamientos sociales trascendentes. El ordenamiento jurídico implantado por el Creador arbitra una red de medidas y recursos para evitar desarmonías o contradicciones entre las normas inferiores y las superiores (una flagrante contradicción sería, por ejemplo, que Dios pudiese juzgar a sus creaturas pero sin que, a su vez, éstas puedan enjuiciar al primero). A través de la Red de Medidas se consigue eliminar del sistema normativo todo intento por incorporar a él normas que no deriven material, formal y coherentemente de aquellas de entidad superior. De esta forma, el Derecho Natural podría concebirse como término medio entre el Despotismo –poder omnipotente y subyugante- y la Anarquía, que es un arbitrio ilimitado de las voluntades individuales.

Si partimos de la base que Dios existe, como Creador o como Trinidad (según la Doctrina Católica), también debe existir, como valioso subproducto, la Seguridad Jurídica, siendo necesario que la norma (no el arbitrio de la creatura) sea la que resuelva todos los conflictos que se promuevan en el orden temporal. De ello se desprende que la norma jurídica impuesta por Dios a sus creaturas (el Derecho Natural) posea necesariamente un ingrediente axiológico. Dado el origen de esta normativa, el ingrediente axiológico lo ha incorporado el Creador (Trinidad). Y no podría ser de otra manera, ya que una norma jurídica ausente de todo contenido axiológico sería un absurdo, ya que si existe es porque se estima útil, conveniente, necesario, bueno o preferible.

Ahora bien, desde una perspectiva práctica, el Derecho Natural incorpora el contenido axiológico que recoge las culturas de tiempos antiguos (como los conceptos del judaísmo), y se fundamenta en el conocimiento presuntivo de dicha norma; hecho que es incluso debatido por algunas corrientes teológicas y filosóficas que existen al interior mismo de las iglesias cristianas. Más, tanto las antiguas teosofías, la Religión Judía y las actuales Religiones Cristianas poseen ordenamientos que, sin excepción, centran su aplicación en esta ficción o supuesto, discutible pero indispensable, de que la Ley Divina (o Derecho Natural) se presume conocida por todos, aún por aquellos indígenas o incivilizados que jamás han oído hablar de la Trinidad ni de los conceptos divinos comúnmente aceptados por la Doctrina Judeo-Cristiana (presunción que también se aplica a las leyes y códigos humanos).

Muchos creyentes o teólogos podrían preguntar, con justa razón, ¿Cómo, o en qué, puede justificarse esta presunción que, como quiera que se analice, conforma un forzamiento de la realidad o bien una hipótesis ciertamente falsa? La explicación la encontramos dentro de la institución del Estado de Derecho: el conocimiento presuntivo de la norma se funda en que ella recoge un contenido axiológico real, que prevalece en la sociedad como expresión de su propia cultura. Así, dado el carácter de omnisciente de Dios, él es el único que conoce absolutamente todas las normas jurídicas, más no sus creaturas. Empero, si bien las creaturas no conocen todas dichas normas, no obstante, las intuyen y viven los valores culturales que dominan un determinado tiempo. Y como la normativa expresa estos valores, existe en las creaturas un conocimiento intuitivo del contenido de dicho Derecho Natural o Ley Divina, porque todos saben que tras dicha Ley se esconde un valor cultural que se ha forjado y aceptado y que está incorporado a la realidad cotidiana del Hombre (presunción que deja de serla, porque se transforma en un hecho cierto, en el caso de Dios quien es omnisciente). Dicho de otro modo, el Derecho Natural no es más que un valor cultural de nuestro tiempo que toma la forma de una prescripción de conducta. No es arbitrario ni ilógico presuponer, entonces, el conocimiento de la Ley Divina si ella, vaciada en una estructura lógica, no hace más que expresar lo que pensamos y los valores conforme a los cuales vivimos.

II.- Responsabilidad de Dios en el “ORIGEN DEL MAL” por ser Omnisciente.

No pocos teólogos y personas estudiosas del Mundo Cristiano expresan –a mi juicio erróneamente- la imposibilidad de juzgar a Dios, al Creador o a la Trinidad, basado en su inmanencia, su omnisciencia y su omnipresencia, que se sumaría –dicen ellos- a la pequeñez del entendimiento humano y a su comprensión de la Historia de la Obra de la Creación. Más, dicha aparente imposibilidad planteada queda subsanada al coger como herramienta tanto la Teoría del Riesgo Creado, la Trinidad como un Estado de Derecho, y la propia Doctrina Cristiana comúnmente aceptada y propugnada por la Iglesia Católica.
  
En efecto, suponer lo contrario –esto es, que no puede juzgarse a Dios- importa la utilización de un Derecho Obsoleto, es decir, de aquel que no recoge las preferencias culturales de nuestro tiempo sino que se inspira en valores ya superados o cuya transformación, por efecto de la evolución de la cultura, los ha dejado sin arraigo en la comunidad. Establecer, como un imperativo, la imposibilidad de juzgar a Dios –por ejemplo, en su responsabilidad en el Origen del Mal- implica un Derecho en Desuso, un Derecho Desconocido, que no puede aplicarse por la evidencia de que corresponde a valores culturales de otra época y que, por ende, puede generar una profunda injusticia, quizá la peor de todas: imponer una norma que no se conoce y cuya aprehensión intuitiva no es posible porque pertenece a una valoración de una época pretérita. Así, por ejemplo, no puede existir un Doctrina que imponga que Dios ha sido el motor del Origen del Mal y que, por dicho acto, sus creaturas no puedan determinar su responsabilidad.

Más, algunos teólogos u Obispos podrían argumentar a favor de la aplicación de este Derecho en Desuso, que dicho derecho tiene un paliativo, que si bien no es absoluto, sirve para atenuar sus nocivas consecuencias. Aquellas normas regulan instituciones igualmente obsoletas que, al dejar de aplicarse, neutralizan el daño que socialmente podría crear dicho desconocimiento.

Por ello, y para resolver este dilema, tomemos en cuenta algunos de los conceptos expuestos en mi primer artículo que trata de la Responsabilidad Civil Extracontractual de Dios en el Origen del Mal, utilizando como herramienta la propia Doctrina Cristiana.

Más, a diferencia de mi anterior escrito, en donde hice uso del Código Civil, ahora razonaré conforme a los principios del Derecho Público considerando a la Trinidad como un Estado de Derecho. Las normas generales de la Trinidad, como el Derecho Natural, contienen una abstracción; de lo cual se desprende que dicha Ley Divina no puede chocar con la realidad social, sino que su destino natural es servir de fundamento a las normas particulares, a través de las cuales se va regulando la vida de las creaturas. La norma general divina denominado Derecho Natural posee una voluntad o sentido propio, ajeno al de su autor. Tal pronto dicha Ley Divina aparece inserta en el sistema normativo de las creaturas, pierde su paternidad, se independiza o cobra vida propia. El elemento histórico, que se una en la fase de interpretación formal, está destinado, única y exclusivamente, a desentrañar el sentido literal del Derecho Natural. Por tanto, no puede sostenerse que la voluntad de la Ley Divina sea la voluntad de Dios. Desde luego, la intención, voluntad o pensamiento de la Trinidad se expresa en un momento histórico determinado y la norma está destinada a regir indefinidamente a lo largo del tiempo. Por otra parte, la presunta voluntad de Dios, como autor del Derecho Natural no siempre es única, ya que concurren a integrarla los numerosos representantes, estudiosos, profetas, Sumos Pontífices, etc., llamados a participar en el proceso de la creación de dicha norma (ejemplo, las encíclicas papales, los concilios, etc.). Por detallada que sea la reconstrucción del proceso de gestación de aquella Ley Divina tal como hoy la conocemos, es irracional o materialmente imposible determinar, con exactitud, quiénes han intervenido en ella o fijar la medida en que lo han hecho o descomponer la influencia que ha ejercido tal o cual profeta o Papa (con sus propias voluntades individuales) que han concurrido en una decisión colectiva. Así, creada las normas generales divinas, ellas poseen un fin propio, que va apartándose de la voluntad e intención de sus autores y que, inclusive, evoluciona a medida que avanza la ciencia, la técnica y a medida que los conceptos prevalecientes en la sociedad se modernizan o transforman.

Así las cosas, se debe concluir que la Ley Divina tienen una voluntad e intención propias y que hasta su sentido va cambiando a medida que transcurre el tiempo. Por ello, la tarea interpretativa del Derecho Natural o Ley Divina tiene dos fases: una formal destinada a desentrañar qué es lo que la norma dice en su tenor literal; y otra fase sustancial, por medio de la cual el que denominaremos “creyente intérprete” desprende de ella una norma particular que aplica para resolver la situación que se trata de juzgar (en nuestro presente artículo, Dios como causante primigenio y primer responsable en el Origen del Mal). La primera fase tiene como campo de acción el sentido de la norma, esto es, el significado de ella, lo que dice o quiere decir en el momento en que debe aplicarse. La segunda fase mira la voluntad de la norma, esto es, lo que ella procura, el fin que persigue, los propósitos y valores que intenta realizar. Así, el sentido de la Ley Divina expresa su voluntad y ésta determina la forma en que la abstracción se diluirá en una regla particular. De esta manera, el “creyente intérprete” recorrerá un camino de dos etapas. Primero desentrañará el verdadero sentido del Derecho Natural; luego, conocida su voluntad, desprenderá la regla particular llamada a regular un episodio dentro de la Obra de la Creación que la Doctrina Cristiana ha establecido formalmente como tal.

Evidentemente, la norma divina es una proposición lógica que se expresa en una forma literal. Por ello, lo primero que debe hacer el creyente es desentrañar su significado. Para alcanzar este objetivo recurrirá a varios elementos, entre los cuales el más importante es el gramatical, ya que la hipótesis o mandato que contiene la norma divina se manifiesta en palabras (escritas en un lenguaje inicial muy distinto del nuestro, y además en un tiempo remoto con ideas y costumbres diferentes a las nuestras). De aquí la especial relevancia que los traductores, sabios y teólogos atribuyen a los vocablos de sus textos originales, fijando en cada caso, el significado y alcance que debe tener cada uno de ellos. No puede confundirse el sentido de la norma divina con su voluntad e intención. La voluntad está impregnada de sus fines, de los valores que persigue, de su relación con otras instituciones religiosas que complementa o de las cuales forma parte (por ejemplo, las ideas judeo-cristianas). La tarea del cristiano es conocer el significado (sentido) de la norma divina para indagar y descubrir su voluntad e intención (por ello, proceden en forma errada aquellos creyentes que repiten, una y otra vez, la citas bíblicas sin conocer su real sentido). Conocida la voluntad de la norma divina se seguirá la función creadora del “creyente intérprete”, culminando así el proceso de aplicación. De esta manera, “sentido” y “voluntad” son dos conceptos distintos que no necesariamente se implican, y que en los casos más complejos (como el caso que analizamos respecto a la narración sobre el Origen del Mal pregonado por la Doctrina Católica), pueden marchar en direcciones opuestas. No es extraño, por ende, que ciertas normas escondan, tras una defectuosa redacción o traducción, su verdadera intención y voluntad.

De lo anterior se desprende que no es posible que los cristianos o creyentes católicos seamos juzgados por nuestras obras y se nos atribuya responsabilidad en nuestros actos si, al mismo tiempo, no podemos juzgar a quien –por su naturaleza y actos- es el principal generador de una serie de Daños y Perjuicios: en este caso, Dios Creador. Si no podemos analizar los actos del “principal” (la Trinidad), ¿podremos juzgar con propiedad lo “accesorio” o los actos cometidos por los “subordinados” o “dependientes”?

A la luz de los conceptos y presupuestos esgrimidos en este ensayo, por tanto, se equivocan aquellos que declaran la imposibilidad de juzgar a Dios por su responsabilidad aquiliana (alterum non laedere) en el Origen del Mal. 

En efecto, haciendo fe de que la mente humana y alcance de nuestro conocimiento de las cosas pasadas es totalmente limitada, podemos no entrar a discernir si hubo culpa o dolo en la actuación primigenia de Dios, tras crear a Luzbel y por medio de este último dar Origen al Mal, pero sí podemos decir –sin temor a equivocarnos- que la responsabilidad de Dios se funda en la existencia de una víctima (el Hombre) que ha sufrido un Daño, como consecuencia del actuar de la Trinidad. Por tanto, en la segunda parte del presente ensayo, la responsabilidad de Dios en el Origen del Mal no está siendo fundada en su culpa o dolo, sino en la existencia de víctimas (los hombres, sus creaturas) que –con el surgimiento de dicho Mal y su contaminación a la Humanidad- han sufrido un Daño, el cual se ha perpetuado de generación en generación hasta nuestros días. Por tanto, la Responsabilidad de la Trinidad procede en este caso, aún cuando Dios haya pretendido actuar con total apego a la legalidad. Y si el Derecho Natural nos asiste, nos juzga, y nos hace responsables de nuestros actos pese a que como creaturas somos limitados, y no conocemos la completitud de las normas jurídicas, ¿cuánto más se traduce dicha responsabilidad en Dios, quien es omnisciente, omnipresente, y –por tanto- no puede argumentar desconocimiento o prueba en contrario de aquellas mismas normas que ha impuesto a sus creaturas? Recordemos que quien puede prever una cosa puede también prever sus resultados y consecuencias.     

En efecto, la Trinidad, como Creador, en su actividad, ha lesionado a sus creaturas (como ha sido el caso en el Origen del Mal), tanto en sus derechos patrimoniales como extrapatrimoniales, de modo tal que debe responder –tal como responden los Estados- por los daños causados. El fundamento de dicha responsabilidad se basa, primero, en el deber del Creador de mantener un Orden Natural para asegurar a todas las creaturas un trato digno e igualitario; segundo, la equidad natural; y tercero, la reparación de un daño como restitución de una situación injusta sufrida por la víctima.

III.- Responsabilidad de la Iglesia Católica y de las Iglesias Cristianas

La anterior responsabilidad también se traslada hacia todas aquellas instituciones que se declaren como legítimos representantes, en la Tierra, de los intereses del Creador. Así las cosas, la Iglesia Católica conforma, en nuestro plano, el Órgano Administrativo por excelencia del Estado de Derecho llamado Trinidad, lo cual aparece avalado por la propia Doctrina Cristiana en el momento en que Jesús le dice a Pedro: “Tú eres Pedro, y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia,…, y lo que ates en la Tierra quedará atado en el Cielo, y lo que desates en la Tierra quedará desatado en el Cielo”. Además de representar, la Iglesia en la Tierra, los actos del Creador así como su Voluntad, la frase anterior constituye el Principio de Correspondencia Biunívoca entre una, y sólo una, decisión en la Tierra con una, y sólo una, decisión en el Cielo (similar tanto al SSI matemático como al Principio de Correspondencia que algunas teosofías expresan “como es Arriba es Abajo”); lo cual permite abrir –además- un interesante debate respecto del aspecto “temporal” asociado entre lo contingente terreno y lo eterno inmutable (que será abordado en un próximo artículo).  

De esta forma, cualquier creatura que sea lesionada en sus derechos por la Administración Eclesiástica, por sus Obispos u organismos asociados, podrá reclamar (por invocación) ante el Creador, sin perjuicio de la responsabilidad que pudiere afectar al Obispo o persona del Clero que hubiere causado el daño. Por ello, el único requisito necesario para que se genere responsabilidad de parte de la Trinidad y/o de sus Administradores en la Tierra es que se haya lesionado un derecho de un feligrés o creyente, sin que importe si el acto, hecho u omisión que la produce sea lícito e ilícito, que haya habido o no culpabilidad en el Papa, en un Obispo o un agente del Clero.

En resumen, y aunque resulte majadero repetirlo, podemos concluir que cualquier creyente que resulte lesionado en sus derechos por las Iglesias Cristianas, sus organismos e instituciones dependientes, podrá invocar Indemnización por Daños y Perjuicios ante la Trinidad sin perjuicio de la responsabilidad que pudiere afectar al agente Eclesiástico que hubiere causado aquel Daño. Así también, las Iglesias Cristianas, que dicen representar y ser los voceros oficiales de Dios, serán responsables del Daño que causen por su “Falta de Servicio” (entendiendo como “falta de servicio” a aquel mismo concepto que la ley moderna aplica a los órganos de la Administración de un Estado de Derecho).

En el artículo anterior demostramos –sea que utilicemos la doctrina del Código Civil o bien del Derecho Público- la responsabilidad de Dios (Creador o Trinidad) en el Origen del Mal. Más, en el presente texto, al considerar a la Trinidad como un Estado de Derecho, su responsabilidad ya no se fundará en la culpa o en el dolo de quien lo causa, sino en la existencia de una víctima que ha sufrido un daño como consecuencia del actuar del Creador o de su Iglesia Administradora. Así, la responsabilidad de Dios procede cada vez que cause un daño, incluso cuando el Creador haya actuado dentro de la más estricta legalidad.

IV.- Conclusión

Así pues, y resumiendo todo lo anteriormente expuesto, es posible concluir que la responsabilidad de la Trinidad, tratada jurídicamente como un Estado de Derecho, así como la de sus Administradores en la Tierra (la Iglesia Católica y de aquellas Iglesias Cristianas) procede cada vez que causen un Daño, aún cuando esgriman a su favor haber actuado con total apego a la legalidad.

Por otro lado, la Responsabilidad de Dios y de sus Administradores Contingentes posee las siguientes características:

a).- su responsabilidad es de Derecho Público, lo que la hace diferente al sistema aplicable a los entes jurídicos privados.
b).- Su responsabilidad es objetiva
c).- No es una responsabilidad que derive del hecho del otro, sino directa de la Trinidad.
d).- se configura por los daños causados en el actuar lícito o ilícito, jurídico o de hecho, de las Tres Personas Distintas que conforman la Trinidad. El Hombre, como creatura, sólo debe acreditar que un hecho, acción u omisión de cualquiera de las Tres Personas,  realizada dentro del ámbito de sus funciones, le ha causado un Daño. No se requiere individualizar al Papa, Obispo, Sacerdote o Representante de la Iglesia Cristiana, que con su acción u omisión causó el perjuicio, ni probar la culpa o dolo de su conducta, como tampoco discernir si la actuación de la Administración Eclesiástica fue lícita o ilícita, o si se materializó en un hecho material o en un acto administrativo eclesiástico.
e).- la Responsabilidad de la Trinidad es integral, en cuanto debe comprender la indemnización de todo daño causado a la Víctima, patrimonial o extrapatrimonial.

Referencias

[1] “De la Responsabilidad Extracontractual”, de René Ramos Pazos, 3ª Edición. Editorial LexisNexis. Enero de 2007

[2]  “Teoría de la Interpretación Jurídica”, de Pablo Rodríguez Grez. 1ª Edición. Editorial Jurídica de Chile. Abril de 1995.